Disolvemos la levadura en un bol con el agua. A continuación, vertemos el resto de ingredientes y mezclamos hasta que estén bien integrados. Tapamos y dejamos reposar unos 20 minutos.
Pasado el tiempo, cogemos con las manos y amasamos durante unos minutos hasta conseguir una masa pegajosa, pero manejable. Si lo necesitamos, podemos enharinar la superficie de trabajo y nuestras manos, pero no debemos abusar para no ingerir tanta harina y calorías innecesarias, y así disfrutar de la pizza más a menudo.
Untamos con unas gotas de aceite de oliva varios recipientes herméticos. Dividimos la masa en porciones de unos 250 gramos cada una e introducimos cada porción en un recipiente. Mantenemos los recipientes en el frigorífico durante 1 día entero. Esto hará que la masa adquiera más aroma y un sabor más intenso, además de facilitarnos la labor de estirarla.
La masa se conserva muy bien en la nevera durante unos 3-4 días, pero también se puede congelar después del día de reposo en la nevera mencionado en el paso anterior. Para ello, hay varias opciones, que os explico en la nota 2.
Para usar la masa recién hecha o darle forma antes de congelarla, una vez pasado el día de reposo en la nevera, la colocamos sobre papel de horno y la vamos estirando con las manos hasta conseguir la forma deseada. Podemos humedecernos las manos con agua o aceite para manipular la masa mejor. También se puede trabajar sobre una mesa enharinada, pero yo prefiero hacerlo sobre el papel en el que se va a hornear y así evito añadir más harina.
Y la masa ya está lista para cubrir con los ingredientes que más nos gusten y hornearla (tenéis un ejemplo en la receta «Pizza casera de atún, tomate y queso»), o congelarla siguiendo las indicaciones de la nota 2.